21 de enero de 2009

Lean el libro de Narea. Escuchen los discos de González. Y sobre todo, no me metan a mi en cahuines.


¿Se puede escribir sobre la realidad y no interferir en ella?.
O mejor dicho:
¿Se puede vivir y escribir al mismo tiempo?.

He sido víctima de estas dudas durante mucho tiempo.
¿Puedo escribir sobre alguien y que nuestro vínculo no sufra los efectos?.

No escribo mucho en mi blog.
Pero gran parte del tiempo lo que pongo me pasa la cuenta.

Para que se entienda claro, no es importante que alguien crea o no crea lo que pongo aquí. Tampoco es importante que alguien reaccione. Si esto fuera un diario, un canal de TV, un medio que funcionara por rating, es bastante probable que la aprobación pública fuera mi objetivo primario.

Pero no es este el caso.
Por eso, desde hoy, vuelvo al viejo y confortable mundo sin comentarios.

Es increíble la violencia y calentura que provoca cada cosa que escribo sobre Los Prisioneros.

O sea, no me cabe ninguna duda que Los Prisioneros son (o "fueron", o "serán") lo más grande del rock chileno.

¿Es por eso que escribí un libro sobre ellos?
¿Porque tenían un gran espacio en la historia?
¿Porque todo el mundo los conoce?
¿Podría haber escrito, entonces, del Colo-Colo, de Don Francisco, de Pinochet?

Mientras más lo pienso, y trato de volver a la intención original detrás de ese libro, recuerdo esas tardes de los años 80, sentado en mi pieza pequeña al fondo de la gran casa del Barrio Yungay. En esos años, mi barrio era fome. Muy fome. Hoy es zona histórica, tiene miles de restorantes y bla bla bla. Pero nadie que no haya aplanado esas calles en 1987 puede entender que lo más vivo de ese barrio eran las casas de las organizaciones de izquierda y sus luces prendidas a medianoche, y el muy mentado Garage de Matucana, que ni siquiera estaba en el Barrio, sino más cerca de la Estación Central y era poco más que un gran, gran espacio vacío y techado donde se tocaba música, se recitaba poesía, actuaban las Yeguas del Apocalipsis y se juntaba (nos juntábamos) todo el perraje que quería marcar una diferencia con su ropa, con su actitud, dejar una marca aunque fuera una raya en el mar que durara sólo esa noche. Y no se parecía en nada al glamour neoyorquino, sino más bien a los burdeles de Vietnam.

En esos años de soledad y desconexión del mundo, los casets de Los Prisioneros eran muy importantes. Era como un gran "Tu también podrías hacerlo". Eran letras inteligentes, sonidos frenéticos. Cuando salió La Cultura de la Basura, fue como nuestro pequeño Sgt Pepper's. Un mundo lleno de claves para descubrir. Y antes de eso, el salto de sonido desde "La voz..." a "Pateando..." fue un gran combo en la pituitaria, que nos ayudó a enterarnos que en el rock & roll la única ética que la lleva es la del corazón.

Eso.
Claudio tiene derecho a estar sentido conmigo e interpretar que mi posteo anterior le hacía daño. No era mi intención. Algunos fans pueden sentirse agredidos cada vez que alguien opina de su objeto de afecto. Lo entiendo, también. Pero me parece sumamente importante que se entienda que yo escribo aquí porque quiero, porque puedo y nadie me va a quitar, o va a manipular ese derecho. Si quiero bajar, editar, dar vuelta, traducir, denostar, reinterpretar, amar, odiar, arrepentirme, quebrarme, asumir, negar, reescribir o borrar cualquier cosa que aparece aquí voy a hacerlo sin preguntarle ni siquiera al pinguino Willy, mi amigo imaginario.

Y como dijo Cabezas
"Que caigan sobre ustedez todaz laz bendizionez ..." (o algo así).

(Y quién sabe si algún día me regalan el libro del Claudio y lo leo igual, y no me da nervios, sentado en mi mecedora, con un chalcito en las piernas, un jarrón de mojito polaco y dos rubias pechugonas californianas en la piscina)
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