4 de agosto de 2010

Vacaciones (pagadas) en La Moneda.


Si estas líneas merecen también que me telefoneen tres veces de La Moneda, igual que pasó con mi última columna, la verdad me sentiré conforme de que alguien pesque.
Porque quiero partir confesando que esto lo escribo desde la indignación de vivir en un país donde a la gente no se le escucha, donde nos tratan como tontos. Y eso no es para andar sonriendo.
¿Le importa realmente al Presidente Piñera su trabajo en el gobierno? ¿Cree de verdad que esta falacia de la vocación de servicio público puede convivir mucho tiempo más con la certeza de que esconde un terminal Bloomberg para seguir sus negocios, de los que no se ha desprendido ni parece que lo hará?
Hace semanas me tocó recorrer Palacio, invitado en uno de esas visitas guiadas que cualquier ciudadano puede solicitar, pero que a mi me tocó por atender un aviso en Twitter. Y debo decir que me consta que hay gente allí que está trabajando. Gente que ya desconfía de su convicción política, pero aún cree que es posible hacer las cosas bien.
Es cosa de ver al “Capitán Ministro” Hinzpeter, con una rodilla al suelo, rodeado de drogas en algún decomiso, perdiendo la compostura de vez en cuando si se trata de respetar al prójimo y sobrepasado por las circunstancias. Es cosa de ver a la vocera Von Baer, con cara de desesperación, ignorada, permanentemente bypasseada por sus colegas de Estado, tratando de explicar lo inexplicable, de negar lo evidente, de tapar con su mejor cara de póker al elefante blanco gigante que defeca irregularidades en medio de la Plaza de la Constitución.
No podría negarse que hay gente que trabaja por intenciones nobles y convicción en el gobierno. No me consta lo contrario.
Pero basta leer la entrevista a la jefa del Segundo Piso que apareció el domingo en El Mercurio, para comprobar que está todo mal allá adentro. Personeros importantes con catorce horas de trabajo diarias, retados y controlados como preadolescentes que no han hecho las tareas. Carpetas repletas de asuntos vitales que se acumulan en la oficina de María Luisa Brahm - “ojos y oídos” del Presidente Piñera - sin contar con la empatía, con la atención, con la dolencia del Mandatario.
¿Le importará al Presidente su puesto en La Moneda tanto como para poner mano dura en casos patéticos como los de las tristes señoras a cargo del Sernam y la Junji? ¿Le interesará realmente transparentar esos tres mil millones que hubieran hecho la diferencia en la reconstrucción, a solo semanas del terremoto, y que en cambio fueron a parar a manos de amigotes de sus Ministros, en vez de a los pequeños negocios de gente trabajadora y necesitada? ¿Tendrá algún día la intención de hacer un cambio de gabinete profundo para barrer con los errores de interpretación de cifras en la Casen, en la mentirita de las filas de los consultorios, en el déficit fiscal que se suponía habíamos heredado de la era Bachelet?
¿Realmente apagará un día su terminal Bloomberg, hará una pausa en sus negocios y tomará sus responsabilidades en el trabajo público para el que se le paga, para el que una mayoría de chilenos lo eligió? ¿Querrá un día contribuir al menos a devolverle un poco de dignidad a la tradición republicana del  cargo de Presidente, que hoy yace sepultada bajo disfraces, partidos de fútbol, demostraciones flagrantes de ignorancia cultural y espectáculos tristes para la galería a costa del sufrimiento de los pobres?.

Aún tenemos ganas de creer que se puede. Se le ha dejado gobernar, señor Piñera. La oposición lo ha tratado con pinzas, vaya a saber uno si con guante blanco por respeto, o con temor histérico a las ollas que podrán destaparse.
Pero su sonrisa congelada, su indolencia, su silencio en las dudas importantes, hace que cueste sacarse la creciente sensación de que usted está de vacaciones en La Moneda, pagadas por nosotros, los chilenos. Y eso duele. Molesta. Inquieta.