26 de junio de 2009

Muéstrenme el cadáver de Michael Jackson

Cuando en enero de 1992, el trío Nirvana derribó insólitamente del primer lugar en el ranking Bilboard al disco Dangerous de Michael Jackson, los años ochenta cerraron la puerta por fuera, dejando entrar el fin de siglo con rabia y ruido. En ese disco, Jackson había hecho un intento deliberado por blanquear el agresivo funk de sintetizadores con que alcanzó una cumbre más en el álbum Bad, y lo hizo incorporando guitarras - en el primer single estaba invitado Slash, de Guns'n Roses - como una forma de acercar más su música a las radios. Pero el espiral descendente ya avanzaba y ese fue también el comienzo de un largo epílogo para el otrora solista de los Jackson 5, quién ya padecía el avance de su deterioro mental y físico, marcado por las heridas abiertas de un alma fracturada por una infancia terrible y prácticamente inexistente.

Productor, compositor, multiinstrumentista, eximio bailarín y cantante bendito por la huella de Stevie Wonder y Marvin Gaye, sus colegas en el sello Motown, la melomanía obsesiva de Jackson lo convirtió en un estudioso experto de los códigos del pop, que es un arte, pero también un negocio. El joven Jackson ya venía sacando productos como solista regularmente desde principios de los años 70, pero salvo el éxito de la canción "Ben" - inspirada en una película sobre la vida de una rata - nada brilló tanto como el inicio de su colaboración con el productor Quincy Jones, a fines de la década, en el álbum Off The Wall.
Para ese entonces, Jackson conocía perfectamente las claves para interpretar en un escenario, oficio en el que era todo un veterano, y al que había sumado un acabado estudio de los climax dramáticos en los shows de Elvis Presley - maestro de la oscilación entre romanticismo y baile frenético - y los movimientos excéntricos y sexuales del estilo de baile de James Brown. Después de todo, el pequeño detalle del color de piel de Jackson no era tan menor. Para entrar en el mainstream, en las listas blancas, en el circuito principal, tenía que potenciarse no sólo como un cantante aventajado de repertorio infalible, sino también como un entretenedor magnético: El Rey del Pop.
No sería arriesgado decir que Jackson hizo por los músicos negros lo mismo que Obama haría 30 años después al llegar a la Presidencia: avanzar un paso más hacia la integración real de la comunidad afroamericana en la cerrada y prejuiciosa sociedad estadounidense. No es un secreto que Jackson ya era toda una estrella, una carismática celebridad en potencia, cuando MTV todavía no se decidía a pasar sus videos con prioridad de megahit. Pero la cadena tuvo que ceder. Los himnos pop fraguados por Jackson y Jones eran máquinas persuasivas perfectas e imborrables, aceitadas con la impredictibilidad renovadora de las estructuras de las canciones de Los Beatles.
Y estaba el factor ritmo.

Si Michael Jackson no hubiera sido jamás el racimo de virtudes artísticas que fue, siempre habría quedado su sorprendente don rítmico, la ferocidad altamente contagiosa de sus respiraciones sincopadas entre frase y frase, la reserva casi tribal de trucos vocales en forma de jadeos, alaridos, expresiones, onomatopeyas y ruidos guturales que emparentaban - mejor dicho, teñían - su música con evocación de la macumba y el spiritual.
Sí, porque Michael Jackson podrá haber querido blanquear su piel, pero las resonancias de Africa raramente abandonaron su música.
Michael, el bailarín del Moonwalk; Michael, la figura excéntrica de vestimentas militarizadas; Michael, el compositor avezado con conciencia social de "We Are The World" y "Man in The Mirror"; Michael, el inventor de conceptos visuales inolvidables. Dedos encintados, ojos delineados, calcetines blancos, mallas de baile metálicas de corte futurista. Todo eso también es Jackson, pero es su huella musical la que escribió la biblia pop que hoy es rezada por todo producto musical que apuesta a la masividad. El manual de estilo esculpido en el tiempo por el artista que más discos ha vendido en la historia con el seminal "Thriller".

"Perdimos un genio" dijo Justin Timberlake, y no hay sobreventa en sus palabras.
Jackson tuvo la genialidad necesaria. Cayó víctima de si mismo, claro. Pero es imposible alejarlo del mismo salón de honor seguro donde están Los Beatles y Elvis, paradigmas de la cultura universal de masas. Michael Jackson - que fue el primer artista pop en penetrar la férrea censura china - y la historia visual de la civilización occidental de fines del siglo XX van unidos para siempre.

Muéstrenme el cadáver de Michael Jackson. Enumérenme sus miles de pequeñas miserias mundanas. Háblenme de su torcido romanticismo pederasta, de la insegura megalomanía que lo alejó de Quincy Jones en busca del control absoluto de su arte. Saquen las cuentas de esos discos carísimos de los años 90 en adelante, que nunca recuperaron la inversión inicial, por muy superventas que fueran. Pero aún así, no podrán convencerme que Michael Jackson ha muerto. Es más, solo conseguirán hacerme creer, más que nunca, que esto es solo la desaparición de una leyenda gigante y el nacimiento de un mito indestructible: el hombre que una vez fue llamado El Rey del Pop.